La brisa del anochecer llevaba consigo un perfume distinto aquella tarde: algo entre la melancolía y el presentimiento. En Aeloria, el peque?o pueblo rodeado de colinas verdes y bosques encantados, los días solían transcurrir con la serenidad de una canción bien conocida. Pero ese día, el viento murmuraba una melodía nueva. Una que Zephyr reconoció en cuanto sintió el cambio en el aire.
Era la melodía de la despedida.
Habían pasado dos veranos desde que conoció a Althea, la chica que caminaba descalza por los bordes del río y hablaba con los árboles como si fueran viejos amigos. Althea no era como los demás. Poseía una calma que rozaba lo ancestral, una mirada en la que danzaban destellos de una sabiduría que no correspondía a su edad. Su voz, cuando hablaba, parecía fluir como el agua entre las rocas, y sus silencios estaban tan llenos de significado como sus palabras.
Zephyr, por su parte, era un torbellino. Desde ni?o, el viento lo había elegido. Había sentido su poder en los huesos, en los sue?os, en cada paso. Pero Althea… ella no se inclinaba ante el poder; ella lo entendía. Lo escuchaba. Era el equilibrio que Zephyr no sabía que necesitaba.
Ese atardecer, como tantos otros, se encontraron bajo el gran sauce que crecía en la linde del bosque. El árbol estaba tan lleno de historia como de hojas, y había sido su refugio desde el inicio. Allí compartieron secretos, esperanzas y los silencios donde las emociones decían más que las palabras. Zephyr llegó primero, como siempre, pero esta vez no la encontró esperándolo. Ella ya estaba allí, sentada de espaldas, mirando el horizonte. Una peque?a mochila descansaba a su lado.
—Vas a irte —dijo Zephyr sin necesidad de un saludo.
Althea no se volvió de inmediato. Esperaba que la brisa acariciara su cabello antes de responder, como si las palabras fueran demasiado pesadas para decirlas sin ayuda del viento.
—Sí. Esta noche.
El corazón de Zephyr se encogió. Una parte de él lo había sabido. La otra parte se negaba a creerlo.
—?A dónde? —preguntó, aunque no esperaba respuesta.
—A donde el bosque me lleve. Hay algo que debo encontrar, Zephyr. Algo que no puedo explicar... pero lo siento. Como tú sientes el viento, yo siento que mi camino está más allá de estas colinas.
El silencio cayó entre ellos. No un silencio incómodo, sino uno lleno de voces invisibles, de emociones que no sabían cómo salir. Zephyr se sentó a su lado. Las sombras se alargan, cubriendo poco a poco los prados dorados.
—Podrías quedarte —dijo con la voz apenas audible—. Podrías quedarte, y buscarlo aquí… conmigo.
Althea lo miró entonces. Sus ojos verdes eran un bosque en sí mismos. Le sonrió, y en esa sonrisa había ternura, dolor y determinación.
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—Y si lo que busco es parte de lo que soy? ?Si quedarme significara no encontrar nunca quién soy realmente?
Zephyr bajó la mirada. Quiso decirle que él también se sentía perdido. Que también buscaba. Que tal vez… podrían buscarse juntos. Pero las palabras no salieron. No las dijo entonces, ni nunca. Y sin embargo, Althea pareció oírlas de todos modos.
—No es un adiós —susurró ella mientras sacaba algo del peque?o bolso—. Es solo un “hasta pronto”.
Lo que le entregó era una piedra peque?a, tallada con un símbolo antiguo. Un remolino que representaba el viento, pero rodeado de raíces. Un símbolo de conexión.
—Cuando el viento cambie de dirección, cuando te lleve hacia donde yo esté... sabrás que es momento de encontrarnos otra vez.
Y así, se despidieron. No con lágrimas, ni promesas huecas. Se despidieron con el lenguaje de quienes entienden que el tiempo no puede romper ciertos lazos.
Zephyr no durmió esa noche. Subió al tejado de su casa y permaneció allí, con la piedra en la mano, mirando las estrellas. Imaginó a Althea caminando entre árboles desconocidos, hablando con bestias antiguas, aprendiendo cosas que cambiarían su esencia. Le pareció verla en el lomo de un ciervo blanco, desvaneciéndose entre la niebla del amanecer.
Y entonces supo que también debía partir.
No al día siguiente, ni al mes siguiente, pero pronto. Porque quedarse sería lo mismo que olvidar. Y Zephyr no quería olvidar. Quería crecer. Ser digno del viento que lo había elegido... y del recuerdo de la única persona que había entendido el silencio de su alma.
En los días que siguieron, Aeloria se sintió más peque?a, más tranquila… demasiado tranquila para un corazón que había comenzado a so?ar con horizontes lejanos.
Fue entonces cuando llegó la carta. Una misiva sellada con el emblema de la Escuela de Aventureros de Elyndra . Zephyr la sostuvo entre sus manos temblorosas. Sabía lo que significaba.
La partida de Althea había abierto una puerta dentro de él. Ahora, él también debía cruzar la suya.
Y así, el viento se llevó lo que quedaba del ni?o que había sido. Porque esa noche, cuando la luna alcanzó su punto más alto, Zephyr empacó sus cosas, se despidió en silencio… y comenzó su propio viaje.
Un viaje no solo hacia la escuela, ni hacia el dominio de sus poderes.
Sino hacia el momento en que el destino los volviera a reunirse.