En las pantallas de televisión, un grupo de científicos debatía teorías cada vez más alarmantes, hablando en términos casi incomprensibles para el público común. Mientras ellos discutían el posible impacto de un meteorito desconocido, la mayoría del mundo seguía con su rutina diaria, absorto en sus vidas y ajeno al desastre que se avecinaba. Las noticias oficiales apenas insinuaban preocupación; no era momento de sembrar pánico. Solo unos pocos, los más ricos, los poderosos y los bien conectados, recibieron una alerta temprana y confidencial. Un mensaje codificado y urgente, enviado a través de canales secretos para evitar que la sociedad, ya al borde de su fragilidad, cayera en el caos total.
En las sombras de la noche, esos elegidos descendieron rápidamente hacia sus refugios subterráneos, construidos con a?os de anticipación y llenos de recursos. Mientras tanto, en la superficie, las calles comenzaron a llenarse de un caos incontrolable. Gritos, carreras desesperadas, automóviles chocando y el sonido angustioso de familias separándose llenaban el aire. Pero para la mayoría, era ya demasiado tarde.
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Un estruendo brutal desgarró el cielo y el suelo tembló bajo el peso del impacto. El meteorito golpeó con una furia apocalíptica, desatando un tsunami de fuego, polvo y destrucción imparable que consumió ciudades, bosques y vidas enteras en cuestión de horas. El mundo tal como lo conocíamos dejó de existir, sepultado bajo la ceniza y la desesperanza.
Solo aquellos que se encontraban bajo tierra, protegidos y avisados a tiempo, lograron sobrevivir a la catástrofe. Pero el precio de esa supervivencia, y las consecuencias de ese abandono, estaban aún por revelarse.