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Capítulo 69: El Nacimiento de una Nueva Calamidad

  El silencio era insoportable. Como si el universo mismo contuviera el aliento.

  El cuerpo de Thalgron, el Dios de la Guerra, yacía inerte, su sangre divina desvaneciéndose como humo estelar en el suelo resquebrajado. Su armadura, una vez símbolo de poder y orgullo, se había hecho a?icos, fundida por un golpe que nadie vio venir. La guerra misma había sido silenciada con su caída.

  Elaris, la Diosa de la Vida, se arrodilló a su lado. Sus ojos, que alguna vez brillaron con la calidez de los amaneceres eternos, ahora solo reflejaban horror y desesperanza. Las lágrimas caían pesadas, golpeando el suelo como si el cielo mismo llorara con ella.

  —Thalgron… —susurró con la voz rota—. ?No… no tú…!

  Sus manos temblorosas intentaron cerrar las heridas del dios, pero la luz de la vida no respondió. Nada respondió. Por más que ella lo deseara, no podía devolver lo que Khios le había arrebatado. Ni siquiera ella, diosa entre dioses, pudo evitar esa muerte.

  Veyrith, el Dios del Caos, observaba en silencio. Sus ojos encendidos como un incendio sin control, ahora titilaban como brasas consumidas. El caos que representaba parecía insignificante frente a la escena. Nyxaris, la Diosa de las Sombras, apretaba los labios, su forma sombría parpadeando con debilidad, como si el temor intentara devorarla. Xaltheron, el Dios del Vacío, permanecía inmóvil, sus ojos sin pupilas reflejando el cuerpo de su hermano caído.

  Nadie decía nada.

  Nadie se atrevía.

  —...Un dios… cayó… —musitó Biel, su voz un eco sordo, perdido entre los escombros de la realidad.

  Sus piernas flaquearon. El suelo parecía girar bajo él. Lo que había presenciado no era solo una muerte, era una profanación a la lógica del cosmos. Thalgron, un ser cuya fuerza podía mover monta?as y romper mundos… había sido eliminado con una facilidad que helaba la sangre.

  Y peor aún, esa cara.

  Ese rostro...

  Biel apretó los dientes. Las lágrimas se arremolinaron sin permiso en sus ojos.

  —?Por qué…? —susurró, su pu?o temblando junto a su costado—. ?Por qué ese maldito demonio tiene el rostro de mi amigo...? ?Por qué Bastián…?

  Charlotte se acercó con paso lento, como si el aire pesara demasiado. Acalia, Yumi, Sarah, Xantle, Raizel, Ryder, Easton, Gaudel y Ylfur lo rodeaban, todos paralizados por el terror. Ninguno podía hablar. Sus corazones latían con la fuerza de un tambor de guerra que sabía que había perdido la batalla antes de comenzar.

  Entonces, Khios los miró.

  Y la temperatura pareció caer diez grados.

  —Vaya, vaya… —dijo con una voz gutural, impregnada de burla—. ?Así que esto es todo lo que un dios tiene? —Pateó con desdén el escudo roto de Thalgron—. Patético.

  Se giró lentamente hacia los otros dioses, sus ojos llameando como brasas ardientes en un cráneo sin alma.

  —Y miren a sus “hermanos” —escupió—. Paralizados. Temblando como ni?os perdidos. ?Dioses que tiemblan ante la muerte! —soltó una carcajada tan cruel que retumbó como una campana agrietada—. ?Dónde está su gloria? ?Dónde está su eternidad?

  Los dioses no respondieron. Pero algo se encendió en ellos: una chispa que brillaba entre el dolor y la vergüenza.

  Xaltheron fue el primero en moverse. Extendió ambas manos al cielo y alzó una cúpula de energía oscura que cayó con un estruendo celestial sobre el campo. Una barrera de vacío absoluto, sellada por las leyes del abismo, surgió alrededor de Khios.

  Dentro de ella, uno a uno, entraron los dioses: Xaltheron, Elaris, Nyxaris y Veyrith. Sabían que el mundo no resistiría una batalla de esa magnitud sin protección. El sacrificio era inevitable.

  Elaris miró por última vez a los jóvenes. Su voz tembló como la de una madre antes de despedirse de sus hijos para siempre:

  —Jóvenes… por favor. Dense prisa. Salgan de este lugar. Corran lejos y no miren atrás. Vamos a… a sacrificar nuestras vidas… por Thalgron.

  Biel abrió los labios, pero no pudo pronunciar palabra. Su garganta estaba sellada por un nudo invisible.

  —?No, maestra! —gritó Acalia de repente, la voz quebrada como cristal—. ??Por qué?! ?No pueden hacer esto! ?No pueden abandonarnos así!

  Elaris esbozó una sonrisa triste. Una que llevaba siglos de amor, miedo y esperanza.

  —Querida aprendiz… no te preocupes por mí. Esta… será la última vez que podamos hablar así. Prométeme que vivirás. Que protegerás a los que aún quedan…

  —?No! ?No puedo! ?No quiero! —Acalia corrió hacia ella, pero fue detenida bruscamente.

  Ryder y Raizel la sujetaron, con fuerza, pero con el corazón roto.

  —??Qué hacen?! ?Suéltenme! ?Ella es mi maestra! —Acalia pataleó y golpeó, pero sus fuerzas se desmoronaban en llanto.

  —No podemos… —dijo Ryder, sus ojos nublados por las lágrimas—. No podemos hacer nada...

  Raizel solo bajó la cabeza, sin atreverse a hablar.

  Elaris los miró una última vez, con ternura infinita.

  —Cuídense… cuiden de este mundo, jóvenes. Lo que viene será más oscuro que todo lo que han conocido… pero ustedes aún tienen esperanza.

  Dio un paso atrás. El espacio a su alrededor se deshilachó como papel ardido, cerrándose como una puerta celestial que nadie más podría cruzar.

  Y entonces, desapareció dentro de la cúpula.

  Un nuevo silencio cubrió el campo. Uno más profundo, más cruel, como si el mundo entero estuviera de luto.

  Biel no podía moverse. El peso del recuerdo, del rostro de Bastián reflejado en Khios, lo sujetaba como grilletes invisibles.

  —No puedo creerlo… —murmuró—. Todo esto… ?realmente se ha ido tan lejos?

  Yumi colocó su mano sobre su espalda, como un faro en medio de la niebla.

  —Tenemos que alejarnos, Biel. No podemos hacer nada ahora. No así…

  —Aun así… —respondió él, con la mirada baja—. Yo quería… quería salvarlo.

  La voz le temblaba, como si cada palabra fuera un hilo delgado que estaba a punto de romperse.

  —Pero si muero ahora… no habrá nada que pueda hacer por él.

  El grupo comenzó a retroceder lentamente, los pies arrastrándose entre polvo y cenizas, mientras sus corazones quedaban atados al lugar donde habían visto caer a un dios… y a los que aún decidieron quedarse para enfrentar la oscuridad.

  La guerra aún no había terminado.

  Pero para muchos… ese día, lo que se quebró fue la esperanza.

  Dentro de la cúpula forjada por Xaltheron, el aire se volvió denso, casi imposible de respirar. Las paredes de vacío absoluto retumbaban como tambores lejanos de una tormenta divina. Allí, encerrados con el enemigo más aterrador que habían enfrentado, los dioses se alzaban como torres desesperadas a punto de colapsar.

  Elaris, Veyrith, Nyxaris y Xaltheron no intercambiaban palabras al principio. Solo miradas cargadas de siglos compartidos. El dolor era palpable, como una cuerda invisible que tensaba cada músculo, cada aliento. Se miraban… y sabían. Este era el final.

  Khios los observaba desde el centro con una sonrisa ladeada, como un depredador jugando con su presa. No había tensión en su postura. Solo arrogancia. Solo certeza.

  Elaris fue la primera en elevar su aura.

  —No podemos titubear —dijo, con la voz trémula pero decidida—. Aunque esté prohibida… debemos usarla.

  Su luz se alzó como un sol moribundo, dorado y sangrante. Sus ojos lloraban, pero su rostro era el de una mártir.

  —Sí —gru?ó Veyrith, su caos girando a su alrededor como serpientes hechas de humo y fuego—. Es la única forma de acabar con un ente como él.

  —Aunque no me guste la idea de morir… —suspiró Nyxaris con una sonrisa sombría, dejando caer su capucha de sombras—. Al menos… volveré a ver a mi hermano. Thalgron me espera más allá.

  Xaltheron dio un paso hacia adelante. Sus pies no tocaban el suelo. Flotaba como un vacío encarnado.

  —Hermanos… les dejo todo en sus manos. Que el Umbral escuche este último suspiro. Que nuestras almas se lleven a este demonio con nosotras.

  Las auras de los cuatro dioses estallaron en un crescendo imposible. Sus colores, sus esencias, sus voces, todo convergía en un solo canto cósmico. Círculos mágicos comenzaron a girar alrededor de ellos, trazando runas arcanas que la realidad misma rechazaba.

  El suelo tembló. El cielo dentro de la cúpula cambió de color, tornándose negro como tinta derramada sobre los pergaminos de la historia.

  Khios por fin reaccionó. Dio un paso atrás, por primera vez con una expresión de incertidumbre.

  —?Qué… es esto?

  Elaris alzó ambas manos, sus palmas abiertas al firmamento encapsulado. Su aura se multiplicó en mil filamentos de luz que envolvieron a Khios, apretándolo con un dolor invisible.

  —Esta técnica está prohibida… porque su costo es absoluto —dijo con voz firme—. Pero no nos importa pagar el precio. Te llevaremos con nosotros, sucio monstruo.

  Khios frunció el ce?o. Su sonrisa se deformó, pasando del sarcasmo al desprecio.

  —?Monstruo? ?Yo? ?Si son ustedes los que intentan asesinarme! ?Yo solo me defendí! ?Son ustedes los verdugos disfrazados de mártires!

  Nyxaris estalló, su sombra girando con furia desatada.

  —??Cómo te atreves?! ?Después de acabar con la vida de Thalgron, tienes la osadía de decir eso! ?Maldito imbécil!

  Khios se echó a reír. Una carcajada larga, cruel, tan profunda que el suelo crujió como huesos quebrándose.

  —?Jajajajaja! ?Es cierto! Asesiné a un dios… y eso sí es grave. No por el acto, sino por lo que representa. ?Alteré el sistema de entidades de este universo! ?He puesto en riesgo la arquitectura misma del Megaverso!

  Las palabras resonaron con un eco que parecía perforar las paredes de la cúpula. Los dioses se miraron entre sí, confundidos. Incluso Xaltheron, el más sabio entre ellos, se mostró desconcertado.

  —?Qué estás diciendo… monstruo? —preguntó Xaltheron, su voz temblando por primera vez—. El Megaverso… no es más que otro plano lejano. ?Qué tendría que ver lo que haces aquí con ese lugar?

  Khios inclinó la cabeza, como un profesor decepcionado de sus alumnos.

  —Veo que incluso los dioses son ignorantes de la verdad… De lo que realmente es el Megaverso.

  —?Entonces qué es? —demandó Veyrith, su cuerpo brillando con grietas de energía inestable—. ?Habla, si te queda dignidad!

  Khios extendió los brazos. Su voz se tornó solemne. Un sacerdote oscuro predicando el fin de los tiempos.

  —El Megaverso… es un experimento fallido. Un ciclo destinado a morir… para dar nacimiento a Apocalipsis.

  El nombre cayó como una condena.

  —?Apocalipsis? —murmuró Nyxaris—. ?Qué… es eso?

  —El fin de todo lo que ha sido —dijo Khios, con un brillo enfermizo en los ojos—. Un ser… una entidad más allá de los dioses, más allá de la muerte, del vacío y de la vida misma. El Apocalipsis necesita alimento. Y el Megaverso será su útero… su nido.

  Xaltheron sintió un escalofrío recorrer lo que quedaba de su alma. Las runas a su alrededor parpadearon. Algo se quebraba, algo que él mismo había custodiado durante eones.

  —?Y qué condiciones deben cumplirse…? —susurró.

  Khios sonrió.

  —Tres condiciones. Solo tres.

  Alzó un dedo.

  —Número uno: la muerte de todos los dioses de este universo. Una purga total.

  Alzó un segundo dedo.

  —Número dos: la unión de los cinco reyes demonios. Cuatro ya han sido reunidos. Solo falta uno: Monsfil.

  Y entonces, alzó el tercero, con una gravedad mortal:

  —Número tres: la destrucción de los Fragmentos de lo Infinito. Si esas tres condiciones se cumplen… el Megaverso morirá. Y Apocalipsis reinará. El caos absoluto. El fin de toda existencia. Ningún dios sobrevivirá. Ningún recuerdo quedará.

  El silencio fue absoluto. Una pausa tan profunda que ni siquiera los latidos del tiempo se atrevieron a continuar.

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  Elaris bajó los brazos lentamente. Su rostro, marcado por siglos de compasión, se endureció como nunca antes.

  —Entonces… esta es una guerra por el alma del todo.

  —Exacto —respondió Khios—. Y están perdiendo.

  Veyrith rugió y el caos a su alrededor se volvió ciclónico.

  —?Entonces no podemos dejarte escapar! ?Te llevaremos, aunque nos cueste el alma!

  —?Por Thalgron! —gritó Nyxaris, alzando su sombra como una lanza de oscuridad viva.

  Xaltheron cerró los ojos. Un susurro cruzó sus labios, dirigido a los dioses que quedaban en el Umbral:

  —Hermano… hermana… guíen nuestro paso al olvido. Que esta muerte tenga sentido.

  Los círculos mágicos comenzaron a cerrarse. Las líneas de energía se alzaron como columnas infinitas. El canto de una técnica prohibida nació entre ellos: una melodía trágica, desgarradora, hermosa en su desesperación.

  Y Khios… por primera vez… dio un paso atrás.

  Los dioses no temían morir. Ya lo habían decidido.

  Lo único que les quedaba… era hacer que su último aliento valiera todo.

  Y así, se lanzó el ataque final.

  Un estallido de luz, sombra, caos y vacío envolvió a Khios, mientras la cúpula estallaba en un grito cósmico. Desde el exterior, Biel y los demás vieron cómo el cielo mismo se abría como una herida, mientras una ola de energía atravesaba dimensiones.

  Y el eco de cuatro voces… desapareció para siempre.

  Habían corrido hasta que sus piernas ya no respondían. Hasta que el aire ardía en sus pulmones y sus corazones retumbaban como tambores de guerra derrotados. Biel, Acalia y el resto del grupo se habían alejado lo suficiente del campo de batalla, o eso pensaban.

  El silencio que siguió fue sofocante. Nadie hablaba. Nadie se atrevía. Solo Acalia, abrazándose los brazos como si pudiera retener los fragmentos de su alma, apenas lograba sostenerse en pie. La pérdida de Elaris la había abierto por dentro, como si un velo cálido hubiese sido arrancado con violencia, dejando expuesta toda su humanidad.

  Biel, por su parte, aún parecía atrapado en la irrealidad. Sus pupilas no enfocaban, su pecho subía y bajaba sin ritmo. No podía aceptar lo que sus oídos habían escuchado… lo que su corazón se negaba a creer.

  Pero entonces, el cielo rugió.

  Una explosión retumbó en la distancia, y en menos de un segundo, una columna de energía los alcanzó como un vendaval infernal. El suelo se quebró bajo sus pies. Una nube de polvo ascendió como una cortina que cubría el rostro del mundo. Y cuando el polvo se disipó… lo imposible se mostró ante ellos.

  Un cráter colosal se abría frente a ellos como una herida recién hecha en la carne de la tierra. Y en su centro… estaba él.

  Khios.

  Erguido. Intacto. No una sola herida adornaba su cuerpo. Ni un rasgu?o. Ni una mancha.

  La sangre de los dioses no había sido suficiente.

  Khios bajó la mirada hacia sus manos, las abrió lentamente y habló con voz calmada, casi burlona:

  —Qué patéticos esos dioses… —susurró, como si le hablara a la nada—. Sacrificaron sus vidas… para nada. Pero al menos, las condiciones se están concretando.

  Su sonrisa se ensanchó con una sombra nauseabunda. En un abrir y cerrar de ojos, su figura desapareció. Y reapareció.

  Justo frente a Biel.

  —?Biel! —gritó Charlotte, retrocediendo instintivamente.

  Biel se quedó inmóvil. El miedo le congeló la sangre. Aún no lograba procesar todo… y ahora, Khios lo tenía frente a frente.

  Pero fue Acalia quien habló primero, su voz quebrada por el terror y el dolor.

  —?Q… qué sucedió con los dioses? —preguntó, su respiración entrecortada.

  Khios la miró de reojo. Su voz fue un látigo que cortó el aire.

  —Murieron.

  Acalia se desmoronó. Como si su alma hubiese sido arrancada con una sola palabra. Cayó de rodillas, sujetando su pecho con ambas manos, como si pudiera impedir que el corazón se le partiera. Lágrimas brotaron como torrentes, resbalando por sus mejillas sin contención alguna.

  —No… no… —repetía—. ?No puede ser! ?No puede ser!

  Biel también cayó de rodillas. El mundo giraba. El cielo le parecía un lugar tan lejano como el pasado. Elaris, Veyrith, Nyxaris, Xaltheron… ?todos ellos muertos?

  “No es posible…”, pensó. “No puede ser que se hayan ido. Que todo terminara así…”

  Pero entonces…

  Algo.

  Algo dentro de él despertó.

  Una presión oscura y candente se expandió desde su pecho. Como una llama negra que no quemaba la carne, sino el alma. Una energía abrumadora, un rugido sin voz, creció desde lo más profundo. El aire alrededor comenzó a distorsionarse. La tierra tembló suavemente, como si el mundo entero percibiera el cambio.

  Khios retrocedió un paso. Lo notó al instante.

  —?Qué es esto…?

  Los demás también lo sintieron. El suelo crujía bajo sus pies. El cielo se tornó rojizo, como si sangrara por las nubes. El cuerpo de Biel comenzaba a emitir destellos erráticos. Chispazos de energía corrompida le recorrían la piel como relámpagos vivos.

  —?Hermano…! —dijo Charlotte, angustiada—. ?Qué te sucede…?

  Sarah retrocedió con el ce?o fruncido, su voz cargada de alarma:

  —Biel… ?por qué desprendes un aura tan… terrorífica?

  Los ojos de Biel estaban vacíos. Ya no había cordura en ellos. Ni dolor. Ni compasión. Solo una inmensidad ciega y feroz. Una calamidad en formación.

  Tomó la espada Aine, y en ese momento, el mundo pareció exhalar.

  Su cuerpo se elevó ligeramente del suelo. Su cabello ondeaba como llamas negras sacudidas por el viento. Su aliento se volvió vapor. Y entonces… gritó.

  Un grito desgarrador. No humano. No divino.

  Un lamento que recorrió el mundo como una onda expansiva, rasgando el cielo y partiendo las nubes en pedazos. Aquel alarido cargado de furia, tristeza y caos sacudió los cimientos de la tierra.

  La energía que lo rodeaba estalló. Una explosión de proporciones críticas emergió desde su cuerpo. El suelo se desintegró a su alrededor. Los árboles se hicieron polvo. Las monta?as a lo lejos se sacudieron.

  Los demás apenas lograron conjurar escudos de energía para sobrevivir. Ylfur fue quien gritó primero:

  —??Escudos ya!! ??Retrocedan!!

  Charlotte creó un domo protector. Sarah alzó barreras mágicas. Gaudel cubrió a los más jóvenes. Acalia, entre lágrimas, conjuró un círculo de vida que apenas resistió.

  Y en medio de ese caos… Khios tembló.

  Su rostro se deformó en una mueca de pánico.

  —No… esto… este poder… ?no es normal! —murmuró con los ojos muy abiertos—. Esto… esto es una calamidad naciente… ?pero ?cómo?

  Recordó. Recordó la mirada de Elaris antes de entrar a la cúpula. Ese instante en el que sus ojos se posaron en Biel… como si le dejara algo más que una despedida.

  Khios alzó el rostro al cielo, lleno de rabia, de traición, de miedo:

  —??Malditos dioseeeeeeeeees!! —rugió—. ?Lo planearon todo! ?No querían destruirme… querían sacrificarse para despertar a la calamidad en él!

  Sus u?as se clavaron en su propia piel.

  —?Elaris! ?Maldita sea! ?Plantaste la semilla en él! ?Esto… esto contradice todas las leyes!

  La energía caótica envolvió a Biel una última vez antes de entrar en su cuerpo. Su aura se condensó, como una estrella implosionando. El viento se detuvo. El mundo contuvo la respiración.

  Y entonces… Biel abrió los ojos.

  Sus pupilas sangraban oro líquido, surcando sus mejillas como lágrimas sagradas. Su cabello, antes negro, ahora se entremezclaba con hebras doradas que brillaban como hilos celestiales. Su vestimenta se había transformado: una túnica elegante, negra con bordes carmesí y símbolos rúnicos dorados, caía desde sus hombros como un manto de soberanía.

  Y la espada Aine… ya no era la misma.

  Se había convertido en un arma de luz pura. Su hoja resplandecía como si capturara rayos de sol al mediodía, vibrando con un pulso propio. Ya no era una espada. Era un faro. Un juicio encarnado.

  Biel ya no era solo Biel.

  Se había convertido en algo más.

  Una calamidad.

  Una amenaza.

  Un milagro y un desastre al mismo tiempo.

  Y frente a él, Khios tembló.

  Por primera vez…

  el monstruo sintió miedo.

  La tierra tembló bajo sus pies. Biel, transformado por la energía de los cuatro dioses, se lanzó sin piedad contra Khios.

  La velocidad era imposible de seguir. Una estela de luz dorada y negra cruzó el campo como una lanza caída del cielo. Khios retrocedió por puro instinto. Cada golpe que recibía resonaba como truenos encadenados, y cada movimiento de Biel rompía el aire como si este fuera frágil cristal.

  —?Esto no es normal! —gru?ó Khios, con la mandíbula apretada, mientras esquivaba por un suspiro una estocada que casi le partía en dos—. ?Ese poder… no debería estar completo!

  Biel no respondió. Ni una palabra. Ni una mirada. Era como una tormenta sin conciencia, una calamidad pura arrasando con su sola presencia. Pero su cuerpo… su cuerpo sí gritaba. Gritaba con cada golpe, con cada impulso. Como si estuviera pidiendo ayuda desde el fondo de su alma.

  Porque Biel… aún no estaba consciente.

  Dentro de la mente de Biel...

  Un vasto horizonte se extendía ante él. No había cielo, ni tierra, ni mar. Solo una línea infinita donde todo parecía encontrarse. Biel estaba sentado sobre esa línea ilusoria, con los brazos colgando a los costados, el rostro inclinado y la mirada vacía. El silencio lo envolvía como un sudario.

  A unos metros, Monsfil observaba con el ce?o fruncido. Intentó acercarse, pero algo lo detenía. Una barrera invisible, como si la voluntad de Biel lo mantuviera alejado.

  Y no estaban solos.

  Alrededor de Biel, cuatro figuras etéreas flotaban como constelaciones vivientes. No tenían rostro, pero irradiaban las auras inconfundibles de los dioses caídos: Elaris, Veyrith, Nyxaris, Xaltheron. Ellos no hablaban. Solo brillaban. Testigos silenciosos de lo que ayudaron a crear.

  Monsfil entrecerró los ojos. Su corazón se oprimió.

  —Así que… ustedes lo hicieron —murmuró, apenas audible—. Sembraron en él la semilla de la calamidad… para protegerlo.

  Pero su mirada se tornó amarga.

  —??Qué creen que están haciendo?! ?él no es un recipiente para sus esperanzas! ?Es un humano! ?Acaso no entienden lo que es sentir?

  Biel alzó lentamente el rostro. Sus ojos eran como espejos fracturados. Cansados. Rotos. Dolidos.

  —Sé lo que está pasando… —dijo con voz apagada—. Ustedes usaron mi cuerpo para sembrar una calamidad… y ahora lucho sin control contra Khios.

  Su mirada se alzó hacia las entidades, que brillaron con más intensidad, pero no dijeron nada.

  —Y para recuperar el control… tengo que aceptarlo, ?verdad? —a?adió.

  Las figuras resplandecieron, confirmando sin palabras.

  Biel suspiró. Su voz se quebró como madera seca bajo presión.

  —Entiendo… y aunque lo hicieron para protegerme… no me agrada la idea. No quiero convertirme en una calamidad, como lo fue Belcebú. No quiero perderme.

  Apretó los pu?os sobre sus rodillas, con fuerza. Un temblor le recorrió el cuerpo. Su voz se tornó temblorosa, trémula como una vela en medio de un vendaval.

  —?Por qué…? —dijo, con lágrimas formándose en sus ojos—. ?Por qué los humanos tenemos que sufrir tanto…? En mi mundo… o en este… el dolor es constante. La muerte. El caos. El vacío… siempre están ahí. ?Hay algún propósito para tanto sufrimiento?

  Las lágrimas cayeron finalmente. No eran simples gotas de tristeza. Eran ríos que habían sido contenidos por demasiado tiempo. Lágrimas densas, llenas de cansancio acumulado.

  —Ya no soy el mismo. Ya no soy tan humano como antes. —Se tocó el pecho, con los dedos temblando—. Tengo el poder de un Rey Demonio… un fragmento de la Llama Eterna… y ahora… ahora soy una calamidad.

  Y aun así, sonrió.

  Una sonrisa frágil, como un cristal agrietado que aún intenta reflejar luz.

  —Tengo miedo… de perderme.

  Las palabras flotaron como ceniza en el viento.

  Monsfil lo escuchó todo. Y sintió cómo algo dentro de él se resquebrajaba. Su orgullo. Su convicción. Su frialdad.

  Todo se vino abajo.

  Se arrodilló. No por debilidad, sino por respeto.

  —Joven portador… —susurró, la voz cargada de dolor—. Tienes razón. Te usé. También yo, en mi desesperación… te entregué el poder de un rey sin pensar en tu corazón. No respeté lo que sentías. Te empujé a convertirte en algo más. Y me odio por ello.

  Sus ojos, normalmente fríos y sabios, se humedecieron.

  —Tienes 19 a?os… apenas cruzaste el umbral de la juventud. Y ya has soportado más que la mayoría en toda su vida. Siempre has luchado por los demás… pero, ?quién ha luchado por ti?

  La pregunta resonó como un trueno.

  —Has perdido… has sufrido… y aun así te levantas. Aun así… luchas por un mundo que ni siquiera es tuyo.

  Monsfil alzó la mirada, con el rostro arrasado por la culpa.

  —Eres… el mejor humano que he conocido.

  Biel lo escuchó. Y se giró.

  Por primera vez desde que estaba allí… se levantó.

  Sus pies tocaron con firmeza el horizonte. Su cuerpo brillaba con la mezcla caótica de todo lo que había sido: humano, rey, demonio… y ahora, algo más.

  Corrió hacia Monsfil. Y lo abrazó.

  —?Maestro! —exclamó, con la voz llena de lágrimas—. ?Qué haces aquí?

  Monsfil lo sostuvo como si el muchacho fuese su hijo perdido.

  —Joven portador… perdón por todo. Perdón por entregarte mi poder… sin pensar en ti. Por no comprender tu dolor. Por hacerte sufrir.

  Biel negó con la cabeza, separándose apenas para mirarlo a los ojos.

  —No debes pedir perdón, Monsfil… —dijo con voz firme, pero cálida—. Fue gracias a ese poder que estoy aquí. Si no hubiera sido por ti… probablemente estaría muerto. En el cielo… o en el infierno.

  Respiró hondo. Su voz volvió a quebrarse.

  —Pero estoy aquí… gracias a ti. Así que no te culpes. Ya sé que el mundo es cruel… por eso quiero superarlo. Quiero… crear un mundo pacífico. Uno donde el dolor no sea el único destino.

  Las figuras de los dioses brillaron con una nueva intensidad. Y, por fin, hablaron.

  —No buscábamos manipularte —dijo la voz de Elaris, suave como el viento primaveral—. Solo… te confiamos lo que no podíamos proteger.

  —Tú… eres la esperanza que nosotros nunca entendimos —a?adió Nyxaris.

  —No eres una calamidad —dijo Xaltheron—. Eres… la voluntad de un mundo que aún no se rinde.

  —Y nosotros… solo fuimos el catalizador —finalizó Veyrith.

  Biel cerró los ojos. Su aura ardió como una llama dorada y oscura.

  Y en ese instante… regresó.

  Afuera, en el mundo real, Biel volvió a abrir los ojos. Su mirada ya no era vacía. Estaba llena de decisión.

  Khios lo notó. Dio un paso atrás.

  Y por primera vez…

  la calamidad tenía conciencia.

  El silencio que siguió a la calma fue más denso que el aire antes de una tormenta. Biel descendió lentamente del cielo, su aura dorada ondulando a su alrededor como un océano de fuego y luz. La energía que lo envolvía se había estabilizado, ya no rugía sin control, sino que pulsaba con el latido de un corazón decidido. Su mirada era clara. Firme. Humana.

  Y sin embargo… ya no era solo humano.

  Khios lo observó desde unos metros más allá. Su sonrisa aún estaba allí, torcida, arrogante, pero bajo ella… había una sombra de duda. Por primera vez desde su ascenso como ente del caos, sentía que algo podía verdaderamente romperlo.

  Biel se adelantó un paso. El suelo bajo sus pies crujió como hielo resquebrajándose. La tierra respondía a su presencia.

  —Khios… esto nunca te lo perdonaré. —Su voz era grave, cargada de ira templada, no desbordada, sino sostenida como una espada lista para el golpe final—. Acabaste con la vida de Thalgron… y por consecuencia, los dioses sacrificaron sus vidas. Todo por un acto. Todo… por ti.

  Las palabras flotaron como ceniza ardiente.

  —Una calamidad nació en mí… porque ustedes me dejaron sin elección. —Biel apretó el pu?o, y su aura se alzó como un sol en expansión—. Por eso acabaré contigo, miserable.

  Khios, lejos de amedrentarse, soltó una carcajada que retumbó como un trueno rasgando el cielo.

  —Jajajaja… ?inténtalo, humano! —dijo burlonamente, aunque el filo de su voz temblaba—. No… ya no eres humano, ?verdad? —Sus ojos brillaron con un tono de burla venenosa—. Eres algo peor. Eres el desastre de este mundo.

  El viento se detuvo por un instante. Luego, Biel sonrió. Una sonrisa triste, cargada de convicción.

  —Entonces ese desastre destruirá todos los planes que tienes.

  Y sin previo aviso, ambos se lanzaron al frente.

  Sus pu?os colisionaron a la velocidad de la luz.

  El estruendo no fue un sonido común. Fue un grito del planeta. Un lamento de la tierra que se resquebrajaba por contener dos fuerzas opuestas y descomunales. El impacto inicial generó una onda expansiva que desintegró árboles, monta?as, y quebró lagos en mil gotas suspendidas.

  Los demás, a kilómetros de distancia, apenas podían sostenerse. Charlotte cayó de rodillas, cubriéndose los oídos. Sarah retrocedió con los ojos abiertos de par en par.

  —??Qué… qué está pasando?! —gritó, pero su voz fue arrastrada por el vendaval.

  Ylfur, con la espada clavada en la tierra para no ser arrastrado, observó los cielos. Tornados se formaban en todas las direcciones. Huracanes nacían como si la atmósfera estuviera siendo rasgada por una entidad suprema. El mundo, literalmente, estaba en guerra consigo mismo.

  —?Es… como si la naturaleza estuviera perdiendo el control! —gritó Raizel.

  —?No! —corrigió Ryder, entre jadeos—. Es Biel… él está manipulando el mundo con su energía. ?Su magia ha alcanzado ese nivel…!

  El cielo cambió de color.

  Del azul pálido al rojo carmesí.

  Del rojo al negro abisal.

  Y en el centro de todo, Biel y Khios continuaban la batalla.

  No era una simple pelea de espadas; era una colisión de fuerzas que el universo apenas podía contener. Biel se lanzaba como un relámpago de luz dorada, su espada de esencia pura cortando el aire como si tajara la misma estructura de la existencia. Cada golpe generaba una distorsión en el espacio, cada estocada era una declaración de guerra a la realidad misma.

  Khios respondía con caos concentrado: su energía tomaba forma de bestias monstruosas hechas de sombra líquida, que rugían y se deshacían en explosiones infernales. El campo de batalla ya no era tierra, sino un escenario suspendido entre planos, donde los límites de lo físico se quebraban a cada instante.

  —?Tú no entiendes nada! —gritó Khios, esquivando por milímetros una ráfaga de energía ardiente—. ?Este mundo está podrido! ?El sufrimiento es el único lenguaje que entiende!

  —?Por eso lo quiero cambiar! —rugió Biel desde el aire, apareciendo detrás de Khios con un movimiento casi imperceptible—. ?Porque estoy harto de ver cómo destruyen lo que aún vale la pena proteger!

  Le asestó un golpe con el codo que lanzó a Khios contra una formación flotante de rocas, desintegrándola al impacto. Pero el enemigo no cayó. Emergió entre la bruma de energía con heridas visibles, su respiración agitada, pero su mirada más desafiante que nunca.

  —Eres como yo, Biel… —espetó Khios, escupiendo sangre oscura—. Naciste del dolor, creciste en la desesperación. ?Eres el mismo monstruo que tanto odias!

  —?No! —gritó Biel, con los ojos ardiendo en una mezcla de luz y rabia—. Yo elegí no ser como tú. Elegí seguir luchando… por algo más que mi odio.

  Extendió sus alas, no de ángel ni de demonio, sino de un ser forjado en fuego y verdad. Su silueta brillaba con el peso de todo lo que había perdido… y todo lo que aún juraba proteger.

  —Soy lo que este mundo creó para resistir su final. Soy la voluntad de los que aún viven.

  Ambos se lanzaron de nuevo, como dos meteoros destinados a chocar.

  La colisión de sus auras generó una nueva ola de energía que se expandió en anillos concéntricos, destruyendo monta?as a kilómetros de distancia, arrancando árboles de raíz, evaporando ríos enteros.

  La tierra gimió.

  El cielo lloró.

  Y el combate… continuó.

  Charlotte, desde la distancia, observaba con lágrimas en los ojos. No podía acercarse. Nadie podía. El poder era demasiado grande.

  —Biel… —susurró, llevándose las manos al pecho—. Por favor… no te pierdas…

  Raizel apretó los dientes.

  —Esto ya no es una batalla entre seres… Es una colisión de ideales. De verdades que ninguno está dispuesto a dejar morir.

  El viento aullaba en todas direcciones. El planeta mismo parecía sufrir con cada golpe.

  Y en el centro de todo, Biel y Khios seguían enfrentándose…

  sin que aún estuviera claro quién caería primero.

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