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27 - Ieya, el fin último

  Ieya, hace 100.000 a?os.

  Ieya no era simplemente un planeta, era una anomalía cósmica viviente, un desgarro permanente en el tejido del tiempo. Este mundo parecía obedecer leyes que ningún ser sensato podía comprender. Allí, la temporalidad fluía en corrientes caóticas que moldeaban sin cesar la superficie y la esencia misma del planeta. Algunas zonas permanecían congeladas en el tiempo durante miles de a?os, mientras que otras sufrían bucles acelerados, proyectando de forma abrupta el futuro o resucitando el pasado.

  Existía un desierto rocoso que se extendía por miles de kilómetros, azotado por vientos abrasivos desde eras inmemoriales. Pero, a veces, sin previo aviso, llovían eones condensados en un solo instante, comprimiendo millones de a?os de erosión y precipitaciones en apenas unos segundos. El desierto se transformaba entonces en un mar interior, sus acantilados disolviéndose bajo el peso de la presión temporal. En unos cuantos latidos, la geografía del lugar se redibujaba, y surgían a la superficie islas rocosas, testigos de un pasado detenido, convertidas en refugios precarios para las escasas formas de vida capaces de sobrevivir a semejante brutalidad.

  Hubo una vez un macizo imponente cuyas monta?as a veces se convertían en espectros de piedra. Por un fenómeno de inversión temporal, los montes se derrumbaban no a causa de catástrofes naturales comunes, sino bajo el peso del pasado que regresaba para devorarlos. Capas geológicas enteras desaparecían, borradas como si nunca hubieran existido. En otros momentos, las monta?as reaparecían, más altas, esculpidas por un futuro incierto en el que glaciares inexistentes las habían pulido. Estas manifestaciones iban acompa?adas de vibraciones temporales tan potentes que distorsionaban la percepción del espacio para quienes se atrevían a acercarse.

  Hubo un bosque inmenso que ocupaba un profundo valle. Ese bosque era consciente de sus propios ciclos temporales. A veces, los árboles florecían con un ímpetu vital, pero envejecían al instante, marchitándose en minutos antes de volver a brotar como jóvenes reto?os. No era raro ver plantas muertas desde hacía milenios resurgir de repente, rejuvenecidas por un bucle temporal. Las criaturas que intentaban sobrevivir allí se adaptaban evolucionando a una velocidad acelerada, viviendo ciclos de varias generaciones en pocos días para poder subsistir ante semejantes perturbaciones.

  Incluso los océanos eran víctimas de esta inestabilidad. Se abrían fisuras temporales sobre las aguas. En esos abismos, el tiempo fluía en sentido inverso, absorbiendo todo lo que se acercaba demasiado: peces, olas enteras, incluso fragmentos de cielo, tragados por corrientes invertidas y devueltos a un estado anterior a su existencia. Estas brechas estelares parecían tormentas de energía cristalizada, iluminando las noches de Ieya con tonalidades irreales, desde el azul gélido hasta el rojo incandescente.

  Solo unas pocas criaturas lograban sobrevivir a estos caprichos. Los Errantes del Tiempo eran seres semi-materiales, de formas imprecisas, flotando en la frontera entre la existencia física y el flujo temporal puro. Solo eran visibles cuando cruzaban zonas de raro equilibrio, donde el tiempo fluía con normalidad. Parecían tener conciencia de los cambios venideros, deslizándose entre las capas de realidad sin estar nunca del todo presentes.

  En Ieya, todo era inestable. Cada paso sobre este mundo era una plegaria dirigida a las corrientes del tiempo. Los paisajes, tan bellos como peligrosos, eran los testigos mudos de una lucha constante entre el orden natural y el caos temporal. Este mundo desafiaba toda lógica. Cada cambio, cada alteración, era al mismo tiempo el principio y el fin de una era.

  Ieya, planeta de las infinitas posibilidades, seguía siendo el enigma definitivo, un lugar donde el futuro podía nacer de un pasado olvidado. O desaparecer para siempre en el instante siguiente.

  Ieya, hace 10.000 a?os.

  En el planeta inestable de Ieya, los Errantes del Tiempo habían deambulado como sombras silenciosas entre los caóticos flujos del tiempo. Su existencia semi-material, suspendida entre el ser y el no-ser, había estado gobernada durante mucho tiempo por los caprichos de la anomalía temporal que desgarraba este mundo. Pero con el tiempo, aprendieron a escuchar los flujos, a percibir sus patrones, sus latidos irregulares, sus resonancias infinitas.

  Y luego, hicieron mucho más que sobrevivir: aprendieron a manipular las olas de la temporalidad. Aprovechando los nudos de equilibrio —esos raros puntos donde el tiempo fluía de forma constante—, comenzaron a erigir santuarios de energía pura. Así nació la civilización de los Precursores, de una sofisticación inimaginable, que vivía literalmente fuera del tiempo, construyendo una sociedad en la que cada instante era esculpido por su dominio de los ciclos temporales.

  Las ciudades de los Precursores no se parecían a nada conocido en el universo. Sus estructuras se alzaban en agujas translúcidas de materia cristalina, capturando la luz de los fenómenos temporales como prismas vivientes. Los edificios se extendían más allá de las nubes, y sus cimas a veces se fusionaban con tormentas temporales que circulaban por la atmósfera inestable.

  Cada ciudad era un nodo de equilibrio, donde el tiempo transcurría a velocidad constante, formando bolsillos de estabilidad en un océano de caos. Alrededor de estos bastiones se desplegaban campos de extracción energética, enormes dispositivos capaces de captar la energía de las propias anomalías temporales. Estos flujos eran una fuente inagotable de poder, que alimentaba el crecimiento y la prosperidad de los Precursores.

  Habían descubierto cómo drenar esa energía sin desequilibrar directamente el planeta. Extraían el exceso de tensiones temporales para alimentar sus tecnologías, reforzando así la estabilidad de los nodos de equilibrio.

  Fue una época de expansión e innovación sin precedentes. Los Precursores comenzaron incluso a explorar los bucles naturales del tiempo en el planeta, experimentando con técnicas para manipular la causalidad misma.

  Pero la avidez y la arrogancia de los Precursores sellaron su destino.

  Demasiado confiados en su dominio de los flujos temporales, intentaron crear una red gigantesca de equilibrio que uniera todos los nodos estables del planeta. Su objetivo: extinguir definitivamente el caos de Ieya y transformar el mundo en un refugio de orden perfecto.

  Fracasaron.

  La cantidad de energía absorbida por esa red sobrepasó el umbral crítico que el planeta podía soportar. Los nodos colapsaron uno tras otro en un efecto dominó devastador. Lo que debía estabilizar Ieya desató, en cambio, una tormenta temporal de poder cataclísmico.

  Una ola de destrucción arrasó la superficie del mundo, borrando ciudades, monta?as, océanos… e incluso fragmentos enteros de historia. Eventos completos desaparecieron del tejido del tiempo, erradicando para siempre todo lo que se había construido.

  Cuando el caos temporal se disipó, Ieya no era más que un planeta desértico, congelado en un futuro lejano donde el tiempo mismo parecía haberse detenido. Los vastos océanos se habían evaporado, las monta?as eran cadenas rotas, y las ciudades resplandecientes de los Precursores habían sido borradas de la historia como si nunca hubiesen existido.

  Y sin embargo, la destrucción no aniquiló toda forma de vida. Algunos Precursores, raros supervivientes del cataclismo, escaparon al colapso del tejido temporal. Ya no eran los seres de luz y energía que fueron, sino portadores de las cicatrices de un poder mal comprendido, caídos de su antigua gloria.

  Con el tiempo, estos supervivientes se dividieron en tres grupos distintos, cada uno guiado por sus ambiciones, sus arrepentimientos o su sed de poder.

  El primer grupo, que conservó el nombre de Precursores, permaneció fiel al legado de su civilización destruida. Obsesionados con restaurar su antigua gloria, se negaron a abandonar su naturaleza semi-material, y siguieron explorando los nodos temporales residuales aún presentes en el planeta.

  Su objetivo era claro: reconstruir lo perdido y devolver el esplendor a las ciudades de anta?o, sin repetir los errores del pasado. Sin embargo, su poder había disminuido, y sin una fuente estable de energía temporal, sus esfuerzos permanecían estériles, confinados a experimentos aislados y ecos moribundos de su antigua grandeza.

  El segundo grupo, los Pensadores, eligió un camino radicalmente diferente. Traumados por la destrucción de Ieya y conscientes de su responsabilidad, rechazaron toda ambición de dominio.

  Los Pensadores trascendieron su forma física, convirtiéndose en entidades puramente observadoras, ajenas a los límites del tiempo lineal. Se consagraron al estudio de los flujos temporales, buscando comprender la complejidad infinita del multiverso sin intervenir jamás.

  Su rol era ahora el de testigos silenciosos, observadores de los innumerables futuros posibles, pero siempre reacios a influir en el curso de los acontecimientos. Su presencia en Ieya se volvió un misterio, un susurro en los vientos del desierto, escuchando los ecos de épocas perdidas.

  El tercer grupo, sin embargo, tomó un camino más oscuro. Corrompidos por la sed de poder y el deseo de recuperar una forma de gloria a cualquier precio, renunciaron a su energía pura y adoptaron formas completamente materiales.

  Se convirtieron en los primeros Gulls, una nueva entidad forjada para dominar el mundo físico. A cambio de su energía, obtuvieron cuerpos robustos y aterradores, de materia densa y estructuras biológicas perfeccionadas.

  Pero esta transformación tuvo un precio: perdieron su capacidad de manipulación temporal. Lo que perdieron en sutileza, lo compensaron con brutalidad y tecnología avanzada. El sue?o de los Gulls era simple pero aterrador: dominar el universo material, ya no a través del tiempo… sino por la fuerza.

  Los Gulls abandonaron Ieya, considerando ese mundo desértico un vestigio inútil de su pasado fracasado. Llevaron su ambición más allá de las estrellas, buscando conquistar otros mundos, empezando por aquellos cuyas civilizaciones aún no habían aprendido las lecciones del tiempo.

  Así, el planeta Ieya quedó como un cementerio silencioso de lo que alguna vez fue. Mientras los Precursores trataban de preservar los restos de su glorioso pasado, y los Pensadores se refugiaban en su contemplación intemporal, los Gulls partieron para sembrar el caos y la sumisión en la galaxia.

  Pero los flujos temporales de Ieya no habían desaparecido por completo.

  Algunos susurran que la sombra de los Precursores aún vela por el planeta, y que los Pensadores, pese a su voto de no intervención, siguen influyendo sutilmente en el destino de quienes se atreven a desafiar el curso natural del tiempo.

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  En lo profundo de sus entra?as temporales, persisten ecos residuales: bucles fantasma, reflejos de ciudades desaparecidas, visibles solo para aquellos capaces de ver más allá del presente.

  La micro-nave de Alan aguardaba en un claro ba?ado por una suave luz dorada, filtrada por los rayos del sol poniente.

  Olivos de troncos nudosos, procedentes de centros de bioingeniería, salpicaban el campo; sus ramas retorcidas se alzaban al cielo como siluetas elegantes. El suelo estaba cubierto por un tapiz de flores silvestres blancas y amarillas, formando un contraste impactante con el follaje gris verdoso de los árboles. El silencio del lugar apaciguaba el espíritu.

  La nave despegó, rozando las copas de los olivos antes de seguir las laderas suaves de una colina sembrada de hileras ordenadas de olivos plantados en filas compactas. Cada árbol, casi idéntico a sus vecinos, parecía seguir el ritmo de un latido colectivo. En el flanco opuesto, tierras desnudas se extendían hasta el horizonte, recordando cuánto había sufrido el planeta. Pero la transición entre la naturaleza renacida y las tierras aún estériles portaba un mensaje de esperanza: la reconstrucción estaba en marcha.

  Alan aterrizó junto a una sembradora roja imponente, estacionada en un campo de tierra recientemente arada. La máquina, poderosa y sofisticada, parecía esculpida para transformar esa tierra árida en cuna de vida. Cada surco trazado tras ella representaba un futuro prometedor de biodiversidad recuperada.

  Alan decidió continuar a pie, aventurándose sobre un terreno surcado de líneas profundas, dibujando un patrón hipnótico sobre la tierra marrón. El aire era fresco y aún portaba el olor fértil del suelo recién volteado. En el horizonte, la silueta solitaria de un árbol se recortaba contra el cielo azul profundo, símbolo de resistencia y renacimiento. Cada paso acercaba a Alan no solo a Jennel, sino también al sue?o que compartían: ver a la Tierra resurgir de sus cenizas.

  A lo lejos, Alan divisó a Jennel avanzando lentamente entre los surcos cuidadosamente trazados. Dos peque?as siluetas trotaban alegremente a su lado, cada una aferrada a una mano de su madre. Alan sintió que una sonrisa se dibujaba en sus labios.

  La más peque?a, apenas del tama?o de tres manzanas, tenía tres a?os. Era Michel, el reflejo de Alan en sus ojos chispeantes, con su cabello oscuro revuelto y esa sonrisa curiosa que nunca lo abandonaba. A su lado caminaba con paso más firme Jade, de cinco a?os, heredando la gracia de su madre y ese brillo de inteligencia suave que iluminaba su mirada.

  Alan levantó el brazo en un gran gesto de bienvenida, una llamada silenciosa cargada de amor y orgullo. Los ni?os miraron a Jennel, buscando una aprobación muda. Con un simple asentimiento, ella les dio el permiso que tanto esperaban.

  Se lanzaron a toda velocidad a través de los surcos, con sus risas cristalinas resonando en el aire claro del atardecer. La tierra parecía vibrar bajo sus pies, como si cada zancada devolviera al planeta un poco más de esa vida que había perdido.

  —?Papá! —gritó Michel, su voz clara rasgando el silencio del campo.

  Alan se agachó, tendiendo los brazos justo cuando los dos ni?os se arrojaron contra él, rodeándolo con un calor puro y sin reservas. El mundo entero desapareció, dejando solo ese instante perfecto.

  Y entonces lo comprendió. En un destello de lucidez, Alan se dio cuenta de lo que acababa de suceder: el último sue?o de Jennel, aquel que tantas veces había mencionado a medias, sin atreverse del todo a creerlo. El sue?o de una familia, unida, libre, en una Tierra renacida.

  Allí, en lo alto del surco, Jennel se había detenido. Observaba la escena con las manos cruzadas contra el pecho, un suspiro suspendido entre la incredulidad y el cumplimiento. Su mirada brillaba de emoción, y Alan vio claramente en sus ojos que ella también lo entendía.

  Por fin lo habían logrado todo.

  Bajo un sol radiante, la peque?a cala a los pies de la villa ofrecía un espectáculo de serenidad pura. La arena fina, casi dorada, brillaba a la luz, mientras las olas suaves acariciaban la orilla con un murmullo apacible. El agua era de un azul cristalino, revelando en transparencia los cantos rodados pulidos bajo la superficie. Una brisa ligera hacía ondular las ramas de los arbustos que bordeaban la playa, trayendo consigo un aroma salino y destellos de frescura bienvenidos.

  Tumbados en tumbonas, Alan y Jennel disfrutaban de ese raro día de descanso. Michel y su hermana peque?a, Ambre, reían mientras chapoteaban en el agua, salpicando alegremente a su alrededor. Alan, a pesar de la relajación reinante, mantenía una vigilancia constante sobre Ambre. Cada chapoteo un poco demasiado lejos de la orilla despertaba en él un reflejo protector, lo que divertía a Jennel, siempre enternecida por la ternura casi obsesiva de su esposo hacia sus hijos.

  Al igual que su padre, Michel mostraba una vigilancia instintiva, asegurándose siempre de que su hermanita no se alejara demasiado. Su protección afectuosa revelaba ya un agudo sentido de la responsabilidad, verdadero reflejo de la atención constante de Alan.

  Mientras tanto, en la villa, Jade, su hija mayor y estudiosa, se aplicaba con esmero a sus ejercicios. Aunque el hipno-aprendizaje le permitía asimilar conocimientos rápidamente, la necesidad de práctica seguía siendo indispensable. Los conceptos adquiridos solo cobraban sentido al ser aplicados en la realidad cotidiana.

  JENNEL

  Hace a?os que no abro mis antiguos cuadernos. Me dan ganas de escribir unas líneas.

  Tantos recuerdos. Tanta angustia y felicidad entrelazadas.

  ?Habré envejecido? Me leo muy vivaz, muy joven en mis escritos. Muy libre también. Divertida, a veces.

  En el espejo apenas veo diferencias. Los nanites me han dejado envejecer un poco, menos de una década. Me veo bien. Preciosa, diría Alan, cuya objetividad es nula.

  él no ha envejecido ni un a?o. Tampoco está mal.

  Nuestros hijos son maravillosos. No necesitan nanites. Ellos son humanos… ellos.

  Pero no quiero terminar en una nota disonante.

  Oigo a Jade recitando en voz alta en la villa. Será una joven formidable. ?De quién tendrá los genes? Del dúo mítico.

  Bromeo, pero esa manera de vernos, lejos de halagarme, tiende a molestarme.

  ?Falsa modestia? Tal vez.

  Al releerme, tengo la impresión de que estas líneas fueron escritas por la misma Jennel de siempre.

  No he envejecido, solo me he convertido en madre.

  De pronto, la calma familiar se vio interrumpida por la aparición apresurada de Jade en la terraza, con los ojos brillantes de emoción:

  —?Papá! ?Tienes una llamada urgente de tía Xi! —exclamó, sin aliento.

  La sonrisa de Jennel se amplió. Desde la visita de la Presidenta Xi Mano el a?o anterior, Jade había comenzado a llamarla “tía Xi”, un apelativo que probablemente habría levantado una ceja —si la tuvieran— entre los estrictos Xi. Pero esa familiaridad nunca fue corregida. Al contrario, parecía halagar a la Comandante.

  En un instante, Alan se puso de pie. Subió rápidamente la escalera que conducía a la villa y se dirigió con paso firme al comunicador.

  Activó el proyector holográfico y la imagen de Xi Mano apareció. Alan la encontró tensa, preocupada. Era casi imposible leerlo físicamente por sus diferencias morfológicas, pero Alan percibía su Espectro con bastante claridad.

  —Saludos, Alan de Sol. Un acontecimiento requiere su atención.

  Entrada directa, al estilo Xi.

  Xi Mano explicó que los Arwianos acababan de emitir una se?al de alerta de gravedad sin precedentes en todo el Imperium, inmediatamente retransmitida en la Confederación conforme a los acuerdos de defensa mutua. La inquietante naturaleza de la alerta residía en el compromiso automático de las fuerzas aliadas, un mecanismo que solo se activaba ante una amenaza existencial a escala galáctica.

  —Se ha detectado un objeto masivo saliendo del salto hiper-cuántico en los Confines del Imperium. Tama?o colosal. Sin transmisión saliente.

  Era asombroso que pudiera generarse un campo estático de tal intensidad, desafiando incluso las capacidades tecnológicas conocidas de los Gulls. La preocupación aumentó cuando las naves exploradoras enviadas para identificar el objeto jamás regresaron. Las escasas imágenes borrosas captadas revelaban una estructura imponente e inquietante, cuya arquitectura recordaba innegablemente los motivos característicos de los navíos Gulls, aumentando el temor de un posible retorno de ese antiguo poder extinguido.

  —A la espera de datos complementarios sobre su trayectoria y objetivo.

  Xi Mano preguntó entonces a Alan si consideraba oportuna una movilización de las fuerzas confederadas.

  —Usted es la Presidenta de la Confederación. Su juicio prevalece.

  —Y usted, Gran Almirante —respondió Xi Mano, con una leve nota de respeto en su voz.

  —Ese grado no existe oficialmente —replicó Alan, con una sonrisa apenas dibujada.

  —Es una evidencia, no un título —contestó Xi Mano, con una convicción tranquila.

  —Hay varios almirantes y vicealmirantes en la flota. ?Qué opinan ellos?

  —Quiero la opinión de mi Gran Almirante.

  Alan, tras un breve instante de reflexión, respondió con voz firme:

  —Declare la alerta general.

  Un breve silencio precedió al solemne asentimiento de Xi Mano.

  —Será hecho en los próximos quince minutos.

  Declarar una alerta general en la Confederación no era tarea menor. Sus cruceros estaban dispersos en veintiún sistemas planetarios, y para complicarlo todo, la mayoría se encontraba vacía. La mayoría de los tripulantes estaban ocupados restaurando la vida en sus planetas de origen.

  En la Tierra, por ejemplo, había que organizar con urgencia el transporte de las tripulaciones necesarias para armar los cien navíos en órbita, movilizando una flota de naves civiles y militares de todo tipo. Mientras un único crucero plenamente operativo permanecía en órbita, se requisaron lanzaderas ligeras, cargueros interestelares y otros transportes para reagrupar a los equipos dispersos por el planeta.

  único dato positivo: todas las naves estaban completamente armadas.

  Pero surgía un dilema adicional con los casi 7.500 ni?os de la primera generación, cuya protección era prioritaria antes de cualquier movilización militar. Fueron rápidamente agrupados por edades en centros especialmente preparados, cada uno con personal asignado previamente. Centros de acogida seguros, equipados con la última tecnología en protección y asistencia, fueron activados en los principales complejos planetarios para garantizar su bienestar en caso de crisis prolongada.

  Jennel estaba aterrada ante la idea de dejar a sus hijos atrás. Como todos los padres. Pero sabía que todos debían estar listos, y ella lo estaba. Aun así, volvía a sentir esa antigua sensación de amenaza y peligro, agravada ahora por su condición de madre.

  Jennel se enfundó su uniforme de Comandante de nave, Alan el de Almirante.

  Jade se mantenía estoica, sobre todo frente a su hermano y su hermana.

  —?Guau, están increíbles! —exclamó al ver a sus padres uniformados. Era la primera vez que los veía así, convertidos en personajes casi legendarios.

  Habían recibido sus destinos oficiales: Alan de Sol, Gran Almirante y comandante supremo de las Fuerzas Armadas de la Confederación; y Jennel de Sol, Comandante y asistente del Gran Almirante.

  Xi Mano no se andaba con rodeos.

  Mehmet saludó la llegada de Alan y Jennel a bordo de la nave insignia. En cuanto entraron en el puente de mando, se inclinó ligeramente y anunció con tono grave:

  —Ha llegado un mensaje de la Almirante Arin Tar.

  Alan asintió con la cabeza y se instaló frente al holograma táctico.

  —Resúmelo.

  Mehmet proyectó los datos en la pantalla principal, detallando la trayectoria de la misteriosa nave desconocida.

  —El objeto ha realizado un salto hiper-cuántico. Su punto de emergencia se sitúa en el corazón del Imperium, pero en un sector poco colonizado. Parece desplazarse lentamente, y su trayectoria directa no apunta ni al Complejo confederado ni a un sistema arwiano estratégico. Actualmente, parece necesitar un tiempo considerable para reactivar su campo estático.

  Alan representaba ya en su holograma táctico los puntos de aparición y la posible dirección de la nave. Frunció el ce?o, analizando los patrones de movimiento.

  Jennel se acercó y observó los datos con atención.

  —Podría estar tratando de enga?arnos —dijo pensativa.

  Alan hizo desfilar las trayectorias posibles. Nada parecía lógico. No había un objetivo evidente en esa ruta.

  Jennel colocó la mano sobre el panel de control y pidió a la IA:

  —Aleja la vista.

  El holograma se amplió, revelando una zona mucho más vasta, extendiendo la trayectoria de la nave más allá de las fronteras del Imperium. Un silencio se apoderó por un momento del puente mientras las proyecciones se afinaban. Jennel trazó una línea virtual e indicó un destino registrado, pero fuera de los territorios conocidos.

  —Ieya.

  Alan fijó la vista en el punto luminoso que parpadeaba en el mapa. Su mirada se endureció. Giró levemente la cabeza hacia Jennel y esbozó una leve sonrisa de aprobación.

  —Bien visto, Comandante.

  Permaneció en silencio un instante, con los dedos rozando el borde del terminal. La atmósfera en el puente se volvió más densa. Tras una larga reflexión, se irguió y ordenó:

  —Abran una conexión con todos los almirantes de la flota confederada.

  Uno a uno, los iconos de los oficiales superiores fueron apareciendo en el holograma. Alan cruzó los brazos y les dirigió una mirada decidida.

  —Estas son mis órdenes. Diríjanse de inmediato al Complejo y esperen mis instrucciones. Quiero una reorganización completa de la flota con todos sus componentes.

  Hizo una pausa, y a?adió con voz más grave:

  —Bajo ningún concepto deben acercarse a esa nave extranjera, sea cual sea su trayectoria.

  Un murmullo de interrogación recorrió la comunicación táctica. Uno de los almirantes se atrevió a preguntar:

  —?Por qué, Almirante?

  Jennel fijó la mirada en Alan, percibiendo que su reflexión iba mucho más allá de una simple precaución táctica.

  Alan respondió despacio, pesando cada palabra:

  —Porque no descarto que esa nave, si es Gull, posea un desactivador de nanites de corto alcance. Si se aproxima, podría neutralizar nuestras defensas biológicas en un instante.

  Un silencio pesado siguió a sus palabras.

  Luego, volviéndose hacia Mehmet, pronunció con voz firme:

  —Rumbo a Ieya.

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