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16 - Fase 1

  En el silencio de una noche estrellada, una sombra se elevó desde las monta?as del noreste de Turquía. El ascenso fue fluido, casi imperceptible, mientras se deslizaba por encima de las cumbres nevadas, alejándose poco a poco de los relieves escarpados.

  Poco a poco, la altitud aumentó, las capas de nubes se deshilacharon bajo su trayectoria. La curvatura de la Tierra se hizo más evidente a medida que su rumbo se orientaba decididamente hacia el sur. Bajo ella, los continentes se extendían como vastas masas oscuras, desprovistas de luz artificial. Las costas trazaban líneas sinuosas entre las tierras y el océano negro, mientras que monta?as y desiertos apenas se adivinaban en la oscuridad reinante.

  En las capas altas de la atmósfera, allí donde el azul se desvanece para dar paso al vacío absoluto, la sombra continuó su trayecto. La inmensidad del cielo austral se desplegó… hasta que, sin transición, una masa titánica surgió abruptamente de la nada. Ninguna luz la anunciaba, ningún indicio la delataba. Su presencia repentina imponía una inercia colosal, forzando una desaceleración inmediata. La sombra frenó, ajustando su aproximación en un silencio absoluto, mientras la estructura de proporciones inimaginables dominaba el espacio circundante.

  —Comandante Alan, solicita acceso.

  Un silencio denso se prolongó. Lentamente, una abertura monumental se dibujó en la superficie de la nave, sus contornos dilatándose con precisión mecánica. La brecha pareció engullir la nave que se adentró en ella con una lentitud calculada. Una vez dentro, el enorme pasaje se cerró con una fluidez perfecta, sellando la entrada en un silencio absoluto.

  Un zumbido discreto se hizo audible mientras el aire comenzaba a llenar la cavidad, restableciendo una presión estable. Débiles luces azuladas se activaron, revelando poco a poco la amplitud del hangar. La bóveda se alzaba vertiginosamente, una arquitectura ciclópea donde máquinas de una complejidad desconocida se alineaban en estructuras masivas. Cada elemento parecía tener una función precisa, un propósito claro, aunque su significado escapaba a toda lógica inmediata.

  Alan, por su parte, percibía esa disposición con una familiaridad inquietante. No era un caos tecnológico, sino una organización rigurosa que seguía un patrón que conocía. Gracias a la ense?anza hipnótica transmitida por Lea antes de su partida, sabía que cada detalle tenía un sentido.

  La nave se posó, sin que Alan interviniera, en una peque?a área anexa. Parecía diminuta comparada con las proporciones titánicas de la nave madre. Sin dudarlo, descendió y cruzó parte del hall monumental, un espacio que, en otro tiempo, había contenido siete Bases terrestres prefabricadas. Luego atravesó una sucesión de corredores y pozos gravitacionales, avanzando metódicamente por aquella colosal estructura. Tras varios minutos de marcha, llegó por fin al complejo central.

  La voz sintética de la IA resonó de repente:

  —?Estrategia utilizada? ?Fracaso o…?

  Alan la interrumpió con brusquedad:

  —Evita repetir lo mismo, mi memoria no es volátil. Y usa el modo conversacional más refinado de Lea.

  Una breve pausa. Luego la voz continuó:

  —?Le parece mejor?

  Alan asintió levemente:

  —Mejor. Te llamaré Aquiles para evitar confusiones. Quieres conocer mi estrategia. Para poder hablar claramente, dime primero cuál es tu definición de estrategia.

  La IA respondió de inmediato:

  —Una estrategia es un conjunto coordinado de decisiones y acciones destinadas a alcanzar un objetivo teniendo en cuenta los recursos disponibles, las limitaciones y las adversidades potenciales. Se basa en la anticipación, la adaptabilidad y la optimización de medios para maximizar las probabilidades de éxito.

  Alan esbozó una sonrisa imperceptible.

  —Veamos si la tuya está a la altura. ?Las modalidades fijas de la Selección se ajustan a tu definición?

  No hace falta que respondas: la respuesta es NO. No hay adaptabilidad ni optimización de medios. Pero yo te ofrezco ambas cosas, lo que hace una verdadera estrategia.

  ?Cuál es el número mínimo de tripulantes satisfactorios? ?Tienes medios para evaluar las competencias potenciales?

  Aquiles respondió:

  —Mínimo 327, máximo 1011. Se evalúan.

  Alan:

  —Probemos con 600. Bastará con elegir a los 100 mejores de cada Base. Tendremos un nivel muy superior al habitual. Ya puedo reunir a 500. Resta la última Base, que tú vas a ayudarme a convencer.

  Aquiles:

  —?Qué debo hacer?

  Alan:

  —Esperar a que las acciones en tierra se inicien.

  Mientras tanto, Alan solicitó una visita guiada de la nave y de las cabinas para la tripulación, y luego intentó plantear algunas preguntas clave.

  Tres días antes, una lanzadera había partido de Comoé con A?ssatou a los mandos, transportando a un solo pasajero: Oluwale.

  A?ssatou era reconocida como la mejor piloto de lanzaderas de la Base de Thabo. Alta y esbelta, irradiaba un aura de absoluto dominio, su piel de un dorado tostado iluminada por unos ojos oscuros donde brillaba una inteligencia fría y calculadora. Su sangre fría era legendaria: nunca temblaba a los mandos, sus movimientos eran precisos, sus decisiones instantáneas, y siempre mantenía un control absoluto, incluso en pleno caos. De pocas palabras, dejaba que su talento hablara por ella, y cada despegue bajo su dirección era un modelo de perfección.

  Oluwale, por su parte, era todo lo contrario. Un cuerpo esculpido por el entrenamiento, movimientos ágiles y naturales que evidenciaban sus excelentes cualidades físicas. Pero su verdadero don residía en su capacidad para cautivar. Un actor consumado, podía pasar de una expresión grave a una sonrisa radiante en un instante, modulando su voz con una soltura que hacía reír, llorar o dudar. En la Base de Awa, era famoso por sus actuaciones improvisadas. Montaba escenas con una virtuosidad desarmante, encarnando brillantemente cada papel que asumía. Un día podía ser un anciano gru?ón, al siguiente un jefe guerrero carismático, y cada vez dejaba a su público suspendido de sus labios. La propia Awa era su primera admiradora, y su complicidad superaba la simple admiración mutua: los unía una cercanía indefinible, impregnada de sentimientos.

  El despegue de la lanzadera fue rápido y controlado, A?ssatou manteniendo el control con una serenidad glacial. Ascendieron rápidamente, dejando atrás el cielo de áfrica para dirigirse hacia el Atlántico. Pero pronto, el horizonte se oscureció y el océano embravecido apareció bajo ellos. Inmensas olas, como monta?as líquidas, chocaban unas contra otras, levantando columnas de espuma que parecían querer alcanzar el cielo. El viento, furioso, aullaba en las altas altitudes, sacudiendo violentamente la lanzadera.

  Las costas americanas no ofrecían respiro. El mar, como poseído, se precipitaba contra la tierra con una furia inextinguible. Oleadas monstruosas golpeaban las orillas, invadiendo las playas, desgastando los acantilados y arrastrando los restos de lo que una vez fue una civilización costera. La tormenta, implacable, hacía que toda detección fuera prácticamente imposible. La lanzadera se deslizaba entre las corrientes violentas, sus sistemas furtivos reforzados por el caos climático que los rodeaba.

  A?ssatou, concentrada, no mostraba se?ales de estrés. Sus manos volaban sobre los controles, anticipando cada turbulencia, cada ráfaga súbita que amenazaba con arrancarle el control de la nave.

  —Agárrate —dijo simplemente, su voz tranquila contrastando con la violencia exterior.

  Oluwale, a pesar de su confianza natural, sintió su estómago revolverse varias veces, pero no emitió comentario alguno. Sabía que, con otro piloto, quizá ya no estarían allí.

  En esas condiciones, era prácticamente imposible ser detectados. Los radares no podían penetrar el caos de los elementos, los escáneres infrarrojos eran ahogados por la actividad térmica de la tormenta. La lanzadera avanzaba como una sombra dentro del tumulto, llevada por la virtuosidad de A?ssatou, dirigiéndose inexorablemente hacia su punto de inserción.

  En cambio, el acercamiento a las Rocosas se hizo bajo un cielo de un azul deslumbrante, haciendo más difícil cualquier intento de ocultamiento. Para evitar ser detectados, A?ssatou tuvo que volar a ras de las praderas, tan bajo que el soplo de la nave aplastaba las altas hierbas. El más mínimo error habría significado una detección inmediata, pero ella dominaba su aparato con una facilidad que desafiaba toda lógica. Cada relieve, cada pliegue del terreno era explotado para ocultar su avance.

  Encontrar un itinerario hacia la garganta cercana a su objetivo resultó ser un desafío más. La topografía abrupta, los senderos sinuosos y los terrenos accidentados complicaban la tarea, pero A?ssatou no fallaba. Su mirada recorría constantemente la pantalla de los sensores y la vista directa, analizando hasta el más mínimo indicio de un camino seguro.

  Finalmente, apareció la garganta, encajada entre dos paredes escarpadas, ofreciendo un refugio temporal. La lanzadera aterrizó suavemente, pero apenas descendió, Oluwale vaciló ligeramente, aún afectado por las maniobras audaces que acababa de vivir. Se pasó una mano por la frente, tratando de calmar su estómago revuelto.

  A?ssatou, divertida al verlo así, soltó una carcajada: —?Todavía seguro de tus talentos de acróbata, gran actor? —lanzó con una sonrisa burlona.

  Oluwale le dirigió una mirada entre divertida y molesta, pero no respondió. Tenía un papel que desempe?ar, y la continuación de su misión no le permitía el lujo de bromear demasiado.

  Mientras tanto, A?ssatou sabía que debía esperar su regreso, el tiempo que hiciera falta. No debía ser detectada. Sola, oculta en ese paisaje salvaje, ajustó los parámetros furtivos de la lanzadera y se instaló en un silencio tenso, lista para reaccionar al menor signo de peligro.

  Oluwale comenzó entonces su ascenso hacia una meseta rocosa en altura. Cada paso era un esfuerzo; sus músculos protestaban mientras se aferraba a los salientes de las rocas heladas. El aire se volvía más escaso, haciendo su respiración más difícil. El viento azotaba su rostro, aumentando la dificultad de su avance. Tras largas horas, finalmente alcanzó la cima y reanudó su marcha hacia su objetivo: la Base de Banff.

  Su aproximación no pasó desapercibida. Los sistemas de vigilancia conectados a la IA, ocultos en los relieves escarpados por obra de los hombres de Brian, captaban la más mínima variación térmica y los movimientos anormales. Instantáneamente, una serie de algoritmos analizaban sus constantes biométricas, evaluando su ritmo cardíaco, su temperatura corporal e incluso las microexpresiones de su rostro.

  Una nave apareció en el cielo, un punto silencioso que crecía rápidamente. Su aproximación era calculada, precisa. Más abajo, Oluwale alzó la vista, entrecerrando los ojos bajo la tenue luz del día que se desvanecía. Al principio, permaneció inmóvil, y lentamente dejó que una expresión de sorpresa se apoderara de su rostro. Su mirada oscilaba entre la imponente silueta del aparato y el paisaje que lo rodeaba, fingiendo el asombro de un hombre que no esperaba semejante tecnología. Cuando la nave tocó tierra con una ligereza sorprendente, retrocedió un paso, su postura delatando una vacilación fingida.

  Un silbido discreto acompa?ó la apertura de la puerta lateral. Con un gesto medido, un miembro de la tripulación le indicó que subiera a bordo. Oluwale obedeció, sentándose con precaución en uno de los asientos. Sus manos rozaron discretamente el reposabrazos, como si intentara evaluar el material. Todo en su actitud expresaba la admiración maravillada de un hombre que descubre un mundo al que no pertenece. Su mirada recorrió el interior de la nave con evidente fascinación, absorbiendo cada detalle.

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  Cuando la nave despegó, un escalofrío pareció recorrerlo. Giró los ojos hacia las paredes transparentes, observando la tierra alejarse debajo de él. Luego, con un tono casi vacilante, comenzó su relato:

  —Soy un migrante africano. Seguí a un grupo desde Chicago, con la esperanza de alcanzar un lugar seguro. Pero cuando llegué a la Fuente… ya no había nadie. Todo había sido abandonado. Solo quedaba una mujer…

  Hizo una pausa, midiendo sus palabras con una gravedad fingida.

  —Me habló de una ciudad. Una ciudad cerca de Banff. Decía que la había dejado, pero que aún había gente allí. Así que caminé… sin saber exactamente adónde iba.

  Su mirada se detuvo en su interlocutor, intentando adivinar si suscitaba alguna empatía, si encontraba un eco en la actitud de quienes lo habían recogido. Pero su verdadero objetivo estaba en otra parte.

  Cuando llegó a la Base, lo instalaron en un sector apartado, junto con otros hombres negros de diversas procedencias. Pero a Oluwale no le importaban ni su alojamiento ni las concepciones raciales del Elegido.

  Observaba, escuchaba y analizaba discretamente. Quería descubrir la organización de las patrullas de naves, sus horarios, duraciones y, si era posible, sus trayectorias. Para ello, debía pasar desapercibido.

  El comienzo de la noche lo pasó escuchando los ruidos provenientes de las zonas de naves. Tal vez hubo una alerta alrededor de la medianoche. Luego, Oluwale se durmió, agotado por los esfuerzos del día anterior.

  Se levantó antes del amanecer. Gracias a su perfecto dominio de los sintetizadores de tejidos, se confeccionó un atuendo impecable: una chaqueta entallada, una camisa fluida y un pantalón sobrio que le daban un aire distinguido, todo ello con fibras termorreguladoras adaptadas a los rigores invernales atenuados por el campo de dispersión. La apariencia era esencial para atraer la atención e inspirar confianza, pero también debía tener en cuenta las bajas temperaturas, a pesar de la protección relativa del campo.

  Una vez listo, comenzó a conversar con los demás, fingiendo un interés sincero por la vida en la Base. Escuchaba atentamente, se impregnaba de las conversaciones, captaba los detalles anodinos que, una vez cruzados, podían volverse valiosos.

  Su mirada finalmente se posó en las naves. Observando los movimientos a su alrededor, identificó a un piloto uniformado acompa?ado de una joven de andar elegante y seguro. Sin levantar sospechas, los siguió discretamente. Cuando llegaron cerca de las zonas de naves, el piloto besó a su compa?era antes de partir hacia su servicio, dejándola sola.

  La joven tenía una larga melena pelirroja ondulada que enmarcaba su rostro luminoso y sonriente. Su piel clara se realzaba con un vestido amarillo elegante de manga larga, adecuado para las temperaturas frescas, con un cuello en contraste azul oscuro que a?adía un toque sofisticado a su estilo. Una bufanda fina enrollada alrededor de su cuello completaba su atuendo. Parecía relajada, observando distraídamente los alrededores.

  Oluwale se acercó con una sonrisa amable, una chispa de emoción en la mirada.

  —Yo también sue?o con ser piloto. Mi padre era piloto de largo recorrido, lo admiraba mucho...

  La mujer lo miró divertida antes de responder, aún sonriendo:

  —Ya no se recluta. Y es un trabajo exigente, ocho horas de patrulla al día, hay que estar siempre atento.

  Oluwale asintió, fingiendo admiración.

  —?Ocho horas? Debe ser intenso. Y hoy, evidentemente, no es su día libre.

  Ella negó con la cabeza.

  —No, su turno hoy es de 8 a 16.

  —Buen turno —respondió él, ajustando discretamente su reloj mecánico.

  Primera información clave: la hora local de Banff.

  Segunda: la organización de los turnos.

  Tercera: la hora exacta de llegada de la patrulla a la Base, es decir, las 16h.

  La agradeció con una sonrisa sincera y se alejó lentamente, su mente ya centrada en la siguiente información clave por obtener.

  La última era la más difícil de obtener: ?cuál era la trayectoria de patrullaje y de aproximación final de una lanzadera?

  Oluwale observó atentamente el cielo parcialmente despejado durante todo el día, y sobre todo cuando llegaron las 16 h. Notó que, cada treinta minutos, la trayectoria de las lanzaderas las hacía desaparecer detrás de una cadena monta?osa bastante cercana antes de reaparecer. Lo mismo ocurría justo antes del aterrizaje. ?Era sistemático? ?Qué había detrás de esa cresta?

  Salió de la ciudad manteniéndose bajo el campo de dispersión y observó a la gente que iba y venía por los senderos invernales, sus pasos crujían sobre la nieve compacta. Las huellas de los pasos repetidos formaban caminos sinuosos entre los abetos escarchados y los montículos blancos. El aliento frío del invierno se hacía sentir a pesar de la protección del campo de dispersión, recordando la crudeza de la estación. Siluetas envueltas en abrigos gruesos iban y venían, algunas avanzando con cautela sobre las zonas heladas, otras con paso firme, acostumbradas ya a esas condiciones climáticas. Las conversaciones eran apagadas, casi cubiertas por el viento que descendía desde lo alto.

  Pero sobre todo, se fijó en quienes venían del exterior, excluyendo a los guardias. Oluwale no era un habitual de la monta?a. Sabía que la estación no era propicia para el senderismo, pero durante el verano, debía de ser diferente.

  Un poco más adelante, se cruzó con un grupo de tres excursionistas que regresaban de una caminata más abajo. Se acercó a ellos, mostrando un interés sincero.

  —Un día hermoso para caminar en invierno —lanzó con entusiasmo.

  Uno de los excursionistas sonrió asintiendo.

  —Oh, estamos acostumbrados. Somos unos fanáticos del senderismo y tenemos autorización para aventurarnos en la monta?a durante la buena temporada. Hoy solo dimos un peque?o paseo.

  —?Ya han subido hasta la cima de la cadena? —preguntó Oluwale, con los ojos brillando de curiosidad.

  La mujer del grupo, envuelta en un abrigo grueso, respondió con entusiasmo:

  —?Por supuesto! Es magnífico allá arriba. Detrás, hay un lago helado y una vasta pradera inclinada. En verano, es un lugar perfecto para acampar. En días despejados, se ve muy lejos, hasta los valles más al sur. También hay formaciones rocosas interesantes, y el relieve es ideal para la observación. Muchas lanzaderas pasan por allí, y se ven claramente, sobre todo cuando inician su descenso hacia la Base.

  Oluwale mostró una sonrisa admirada.

  —?Debe de ser una vista impresionante! Y… ?ya han visto las lanzaderas de cerca, allá arriba? ?Pasan tan bajo!

  El tercer excursionista, más joven, soltó una carcajada:

  —Sí, siempre pasan por ahí cada media hora. ?Es un espectáculo fascinante! Una vez, en pleno verano, acampábamos cerca del lago y una lanzadera voló alrededor de nuestra tienda como saludándonos. Parecía que nos observaba, o tal vez que el piloto quería sorprendernos. ?Fue impresionante verla tan cerca!

  Oluwale asintió, maravillado. Acababa de obtener la confirmación que buscaba: la trayectoria de las lanzaderas pasaba sistemáticamente y con regularidad por ese lugar, ofreciendo una oportunidad ideal.

  Y el nigeriano, fingiendo un entusiasmo contagioso, les preguntó si podía unirse a ellos en una próxima salida. Los excursionistas vacilaron un instante. No habían previsto a?adir a nadie a su grupo, pero Oluwale fue tan insistente y sincero en su admiración que finalmente accedieron.

  —Solo un peque?o paseo, nada más.

  Les explicó dónde lo había recogido la lanzadera. Intercambiaron una mirada sorprendida.

  —Es lejos —comentó la mujer—. Podemos ir hasta el final del bosque muerto. Veremos si los últimos peque?os coníferos siguen vivos.

  —De acuerdo, ma?ana a las 9 h —concluyó el excursionista más joven.

  Oluwale sonrió y preguntó:

  —?Y la ropa para caminar?

  —Se puede conseguir en préstamo.

  —?Y el permiso?

  El más joven se encogió de hombros.

  —Si vas con nosotros, no hay problema.

  Se despidieron, dejando a Oluwale satisfecho con ese avance.

  A la ma?ana siguiente, Oluwale y sus compa?eros de caminata salieron de la Base y comenzaron su ascenso. La pendiente, moderada pero cubierta de una capa de nieve irregular, los obligó a colocarse raquetas. Oluwale, poco familiarizado con ese equipo, tardó en acostumbrarse, tropezando varias veces ante las risas bienintencionadas del grupo.

  Avanzaban por un bosque de coníferas destruido por las nanitas y rematado por el naciente invierno. Los troncos ennegrecidos, vestigios de árboles anta?o majestuosos, se erguían como fantasmas congelados en el tiempo. Solo algunos ejemplares peque?os habían sobrevivido, luchando contra el frío y la destrucción tecnológica. Los excursionistas se detuvieron un momento para examinar a esos supervivientes, tratando de identificar las especies. Algunos pinos jóvenes parecían resistir, aunque achaparrados y torcidos por las condiciones extremas. Raros abetos seguían aferrados al suelo helado, sus ramas ralas testimoniando una lucha constante.

  —Miren este —indicó uno de los excursionistas, se?alando un conífero achaparrado con agujas amarillentas—. Debe haber sido de una generación más robusta, pero hasta él tiene dificultades para sobrevivir.

  La mujer del grupo, echando un vistazo nostálgico a su alrededor, murmuró:

  —Antes, este bosque cubría toda la ladera. Era un océano de verde, pinos y abetos hasta donde alcanzaba la vista. En verano, la luz se filtraba entre el follaje denso, y el aire olía a resina y tierra húmeda. Ahora… solo quedan estas siluetas famélicas. Las nanitas lo arrasaron todo en pocas estaciones, transformando un paraíso vegetal en un cementerio de árboles calcinados. Hasta los pájaros desaparecieron, y el silencio aquí pesa más que nunca.

  Oluwale, fingiendo emoción, asintió.

  —Es difícil de imaginar… tanta belleza reducida a esto.

  Los excursionistas consideraron entonces que la observación había sido suficiente. Fue entonces cuando Oluwale, en una gran actuación teatral, les declaró con una emoción fingida:

  —No volveré a la Base. No soporto la multitud. Para mí, es un infierno. Pensé que esta caminata en soledad me calmaría… pero al contrario, toda esta inmensidad me llama. Compréndanme, perdónenme, déjenme intentar mi suerte en otro lugar.

  Tras una breve reflexión, los excursionistas intercambiaron miradas inciertas. Uno de ellos, con los brazos cruzados, alzó las cejas.

  —No es muy sensato… —murmuró.

  La mujer del grupo, tras un silencio, suspiró y a?adió:

  —Pero lo entiendo. El llamado del vacío, del silencio… puede ser poderoso.

  El excursionista más joven frunció el ce?o mirando la cima.

  —No pasarás del altiplano. Hay detectores por todas partes, te detectarán en menos de diez minutos. No es tan fácil.

  Otro a?adió:

  —Y si cambia el clima… Un cielo demasiado claro en esta estación, rara vez es buena se?al. El frío puede caer de golpe, y allá arriba, sin refugio…

  Se interrumpió, dudando, y concluyó:

  —Mira, si de verdad quieres alejarte, al menos podemos acompa?arte hasta la garganta. Después, ya será decisión tuya.

  El trayecto fue recorrido a buen ritmo, la nieve crujía bajo sus pasos apurados. Oluwale, pese a su buena forma física, sufría más por el frío mordaz que por el esfuerzo de usar raquetas, que apenas dominaba. Se esforzaba por no tropezar, luchando contra el viento helado que le azotaba el rostro.

  —?Qué hace un nigeriano con raquetas en las nieves de las Rocosas? —se preguntó con una sonrisa irónica, apretando los brazos contra sí para conservar algo de calor.

  Una vez llegaron, intercambiaron una última mirada.

  Oluwale les sonrió con sinceridad:

  —Gracias por todo. De verdad, les estoy muy agradecido. Salgan a pasear antes de que el invierno se instale del todo. Es un consejo de amigo.

  Le estrecharon la mano antes de emprender el regreso con rapidez.

  El campo antinanitas de la Base de Comoé protegía una burbuja de verdor donde los árboles milenarios, con troncos retorcidos por el peso de los a?os, formaban un dosel imponente. Las lianas colgaban entre las ramas, entrelazadas como hilos de una antigua y viviente telara?a. El aire estaba saturado de humedad y de perfumes vegetales, un contraste impactante con las zonas arrasadas fuera del campo.

  El sendero por el que avanzaban Jennel y Awa había sido despejado recientemente. La tierra oscura, aún suelta, delataba su corta edad, y las huellas dejadas por los pasos repetidos testimoniaban la creciente actividad de los Supervivientes. A ambos lados, la vegetación se aferraba, como queriendo reconquistar ese pedazo de tierra requisado por el ser humano.

  Las dos mujeres caminaban en silencio, concentradas en sus pensamientos. Los sonidos del bosque —el canto discreto de los insectos, el susurro de las hojas bajo la brisa, el murmullo de un arroyo escondido— las acompa?aban. Jennel, con la mirada dura, observaba cada detalle del paisaje, como si la naturaleza circundante pudiera ofrecerle respuestas. Awa, más atrás, lanzaba de vez en cuando miradas a su amiga, adivinando la tensión que emanaba de ella.

  Awa habló con una voz serena, pero cargada de duda:

  —Tenemos toda la información esencial. La Fase 2 no es absolutamente necesaria.

  Jennel no redujo el paso, pero su tono fue más cortante:

  —Sí lo es. Falta una precisión crucial. A las 16 h, no todas las lanzaderas estarán necesariamente inmóviles. Una podría llegar tarde, otra podría ya estar patrullando en vuelo.

  Awa asintió lentamente, pensativa. Jennel tenía razón. Todo debía estar perfectamente sincronizado, sin margen de error. La incertidumbre, en esta misión, equivalía al fracaso.

  —?Entonces mantenemos las 15:55, como acordamos con Thabo y Alan? —preguntó Awa, más por confirmar que por verdadera duda.

  Jennel aprobó con un leve movimiento de cabeza. Redujo imperceptiblemente el paso, y su voz perdió algo de su seguridad habitual al a?adir:

  —Mi Fase 2 despega esta noche, tres horas después que Alan.

  Awa captó de inmediato el cambio en su tono. Giró ligeramente la cabeza hacia Jennel, percibió la tensión en su mandíbula, la forma en que crispaba ligeramente los dedos. Le colocó suavemente una mano en el brazo, intentando ofrecerle un poco de consuelo.

  —Volverás a verlo, Jennel.

  Jennel inspiró profundamente antes de erguirse, como reuniendo su energía. Exhaló lentamente y recuperó su aplomo.

  —Esta noche regreso a mi Base para supervisar las Fases 2 y 3 —hizo una pausa, luego a?adió con una media sonrisa, más amarga que divertida—: Para dar un peque?o discurso a quienes ya saben lo que van a hacer. Pero es necesario.

  Awa le devolvió una mirada compasiva.

  —Thabo hará lo mismo aquí.

  Sus pasos las llevaban cada vez más lejos por el sendero, su misión dictando cada palabra, cada movimiento. Pero detrás de la estrategia y la disciplina, la inquietud y la incertidumbre persistían, agazapadas en las sombras del bosque preservado.

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